Ricardo Rosales Román
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Los libros, las amistades y cada uno de nosotros, envejecemos. De la misma manera, los amigos, como los libros, o se pierden o se conservan y es mucho lo que de ellos se aprende, si son perdurables. Ya lo dijo Bertolt Brecht, los viejos libros explican la sabiduría. En cuanto a las amistades, en la mayoría de casos, se afianzan y consolidan. Tienen toda la razón los eslavos cuando dicen que los amigos son los hermanos que el corazón selecciona.
Los libros que me quedan de un pasado no lejano y los que he ido adquiriendo últimamente, los guardo y conservo en el más increíble de los desórdenes. Lo mismo pasa con mis manuscritos y notas. A veces, me es difícil encontrar lo que necesito consultar para resolver algo en lo que estoy trabajando.
No obstante, me parece de lo más absurdo tener que ser tan ordenado y proceder como una pieza más o la prolongación de un engranaje que, en apariencia, todo lo resuelve. A cambio de ello, la imaginación se constriñe, la creatividad se encoge, la capacidad de asombro se pierde, y se corre el riesgo de que no sea con inteligencia que se resuelva lo que, por más complicado que parezca, se termine haciendo robotizada y manipuladoramente.
Durante el gobierno de Ydígoras Fuentes e, incluso, años después, la casa de mis papás la cateaban con frecuencia. Era a mí a quien buscaban y como no me encontraban, se llevaban los libros considerados subversivos. Los más vulnerables eran los de pasta roja. Si quienes andaban en ese sucio oficio hubiesen tenido la listura de quitar el forro al Pequeño Larousse Ilustrado, de seguro hubiera ido a parar a los anaqueles de la Judicial. La misma suerte hubiesen corrido las obras selectas de Kazantzaki.
Años atrás, los castilloarmistas habían llegado al colmo de creer que con las fogatas frente al Palacio Nacional de Gobierno, incineraban mucho de lo más avanzado del pensamiento escrito hasta entonces, haciendo suya la consigna franquista de ¡Muera la inteligencia! para escarnio de quienes supusieron que así se podía gobernar el país. Y si refiriera lo de una foto que se llevaron creyendo que era yo, talvez pudiera pensarse que es una exageración de mi parte.
De los libros que sobrevivieron, conservo cuatro. Uno de ellos, editado en julio de 1935 y que fue con el que mi papá, allá por 1941 o 1942, me enseñó cómo leer bien y entender bien lo que le leía. Puede que haya sido la forma primaria y empírica de enseñarme a aprender cómo leer y estudiar. Otro, es uno de César Vallejo; el tercero, de Nazim Hikmet; y, el cuarto, la Preceptiva Literaria de don Enrique Muñoz Meany que con suma discreción y celo me supo guardar Chaly Morales a quien cada vez admiro más por su entereza y la amistad que nos une es de las imperecederas.
Tengo muchos otros libros más, pero esos cuatro constituyen el testimonio de su sobrevivencia a la librofobia de entonces. En cuanto al libro que compré más recientemente, Guatemala, la historia silenciada, en mi opinión, no es así como se debe escribir, interpretar y explicar el pasado reciente (1944-1989), salvo que no se quiera ser serio y riguroso.
De mis amistades, las mejores perduran, se conservan y acrecientan. De los pocos que renegaron de la mía, a veces me pregunto si no fue por mi culpa y puede que así haya sido aunque pudo ser a causa de que no llegaron a aceptar ni entender que piense como pienso y actúe como actúo.
Durante la lucha clandestina y la guerra, hubo amigos con quienes arreglamos vernos subrepticiamente incluso en períodos de los más difíciles y que, a sabiendas en lo que yo andaba metido, no dudaron en correr los riesgos que suponía recibir en su casa a quien podía comprometerlos. Después de la firma de la Paz Firme y Duradera, el reencuentro con quienes no nos pudimos ver durante muchos años fue de lo más emotivo, alentador y reconfortante, como alentador y reconfortante fue encontrarme compartiendo la mima causa con quienes sólo después supe que decidieron abrazar la lucha revolucionaria a partir de 1962 o algunos años antes sin que ni ellos ni yo lo supiéramos aunque no era difícil suponerlo.
Hay amistades, además, de las que nunca he vuelto a saber nada pero cuyo recuerdo me es entrañable. De un compatriota, en particular, no he sabido nada. Se trata de Gustavo Adolfo Valdez cuya inteligencia, al igual que la de Huguito Marroquín y la de Nayito Morales, estaba muy por encima del promedio de nuestra promoción en el Instituto Nacional Central para Varones (INCV). Si supiera algo de él, me alegraría tanto como cuando recibí noticias del poeta y amigo Melington Salazar, gracias a lo que se sirvió enviarme desde la República Bolivariana de Venezuela, a través de Alfonsito Orantes que, es bueno decirlo, es de los amigos de siempre, como es la amistad y compañerismo que me une a Carlos Guillermo Herrera.
Los libros envejecen, su vigencia los conserva y actualiza; las amistades, perduran y se afianzan. En cuanto a mí, no son los años los que más me pesan: es lo que todavía no he logrado hacer.
Los libros que me quedan de un pasado no lejano y los que he ido adquiriendo últimamente, los guardo y conservo en el más increíble de los desórdenes. Lo mismo pasa con mis manuscritos y notas. A veces, me es difícil encontrar lo que necesito consultar para resolver algo en lo que estoy trabajando.
No obstante, me parece de lo más absurdo tener que ser tan ordenado y proceder como una pieza más o la prolongación de un engranaje que, en apariencia, todo lo resuelve. A cambio de ello, la imaginación se constriñe, la creatividad se encoge, la capacidad de asombro se pierde, y se corre el riesgo de que no sea con inteligencia que se resuelva lo que, por más complicado que parezca, se termine haciendo robotizada y manipuladoramente.
Durante el gobierno de Ydígoras Fuentes e, incluso, años después, la casa de mis papás la cateaban con frecuencia. Era a mí a quien buscaban y como no me encontraban, se llevaban los libros considerados subversivos. Los más vulnerables eran los de pasta roja. Si quienes andaban en ese sucio oficio hubiesen tenido la listura de quitar el forro al Pequeño Larousse Ilustrado, de seguro hubiera ido a parar a los anaqueles de la Judicial. La misma suerte hubiesen corrido las obras selectas de Kazantzaki.
Años atrás, los castilloarmistas habían llegado al colmo de creer que con las fogatas frente al Palacio Nacional de Gobierno, incineraban mucho de lo más avanzado del pensamiento escrito hasta entonces, haciendo suya la consigna franquista de ¡Muera la inteligencia! para escarnio de quienes supusieron que así se podía gobernar el país. Y si refiriera lo de una foto que se llevaron creyendo que era yo, talvez pudiera pensarse que es una exageración de mi parte.
De los libros que sobrevivieron, conservo cuatro. Uno de ellos, editado en julio de 1935 y que fue con el que mi papá, allá por 1941 o 1942, me enseñó cómo leer bien y entender bien lo que le leía. Puede que haya sido la forma primaria y empírica de enseñarme a aprender cómo leer y estudiar. Otro, es uno de César Vallejo; el tercero, de Nazim Hikmet; y, el cuarto, la Preceptiva Literaria de don Enrique Muñoz Meany que con suma discreción y celo me supo guardar Chaly Morales a quien cada vez admiro más por su entereza y la amistad que nos une es de las imperecederas.
Tengo muchos otros libros más, pero esos cuatro constituyen el testimonio de su sobrevivencia a la librofobia de entonces. En cuanto al libro que compré más recientemente, Guatemala, la historia silenciada, en mi opinión, no es así como se debe escribir, interpretar y explicar el pasado reciente (1944-1989), salvo que no se quiera ser serio y riguroso.
De mis amistades, las mejores perduran, se conservan y acrecientan. De los pocos que renegaron de la mía, a veces me pregunto si no fue por mi culpa y puede que así haya sido aunque pudo ser a causa de que no llegaron a aceptar ni entender que piense como pienso y actúe como actúo.
Durante la lucha clandestina y la guerra, hubo amigos con quienes arreglamos vernos subrepticiamente incluso en períodos de los más difíciles y que, a sabiendas en lo que yo andaba metido, no dudaron en correr los riesgos que suponía recibir en su casa a quien podía comprometerlos. Después de la firma de la Paz Firme y Duradera, el reencuentro con quienes no nos pudimos ver durante muchos años fue de lo más emotivo, alentador y reconfortante, como alentador y reconfortante fue encontrarme compartiendo la mima causa con quienes sólo después supe que decidieron abrazar la lucha revolucionaria a partir de 1962 o algunos años antes sin que ni ellos ni yo lo supiéramos aunque no era difícil suponerlo.
Hay amistades, además, de las que nunca he vuelto a saber nada pero cuyo recuerdo me es entrañable. De un compatriota, en particular, no he sabido nada. Se trata de Gustavo Adolfo Valdez cuya inteligencia, al igual que la de Huguito Marroquín y la de Nayito Morales, estaba muy por encima del promedio de nuestra promoción en el Instituto Nacional Central para Varones (INCV). Si supiera algo de él, me alegraría tanto como cuando recibí noticias del poeta y amigo Melington Salazar, gracias a lo que se sirvió enviarme desde la República Bolivariana de Venezuela, a través de Alfonsito Orantes que, es bueno decirlo, es de los amigos de siempre, como es la amistad y compañerismo que me une a Carlos Guillermo Herrera.
Los libros envejecen, su vigencia los conserva y actualiza; las amistades, perduran y se afianzan. En cuanto a mí, no son los años los que más me pesan: es lo que todavía no he logrado hacer.
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